En 1928 José Carlos Mariátegui escribió que el ciclo de crecimiento del protestantismo en Latinoamérica estaba agotado. Porque, consignaba en su libro Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, la fe protestante “no consigue penetrar en América Latina por obra de su poder espiritual, sino de sus servicios sociales”. Por el tiempo en que Mariátegui publicaba su obra, en nuestro continente los protestantes se acercaban al millón de adeptos; imperceptiblemente comenzaba a forjarse una vertiente popular del protestantismo que sí conseguiría arraigarse al atraer masivamente a millones: el pentecostalismo.
En poco menos de dos siglos el protestantismo latinoamericano ha transitado de un puñado de creyentes a una fe que aglutina millones de integrantes. Ha pasado de una creencia advenediza y vista como extranjerizante a convertirse en una expresión bien consolidada, y específica, de las múltiples formas del ser latinoamericano.
La fe protestante está cerca de cumplir dos centurias en nuestras tierras. Más precisamente es necesario escribir que, si datamos los esfuerzos de colportores bíblicos –notoriamente la epopeya de James Thomson (1788-1854)– como los primeros intentos bien organizados de propagar en Latinoamérica la lectura de la Biblia y las enseñanzas centrales del protestantismo (sola fe, sola gracia, sólo Cristo y sola Biblia), entonces podemos afirmar que es en 1818, con la llegada de Thomson a Buenos Aires, Argentina, cuando se inicia el transitar del protestantismo en América Latina.
Es necesario hacer una precisión acerca de la modalidad protestante que fue desarrollándose en nuestro continente. Al respecto es importante la observación realizada por Pablo Deiros: “La forma más característica del protestantismo latinoamericano hasta el presente es el protestantismo evangélico. Los evangélicos en América Latina pertenecen a una corriente dentro de las grandes confesiones protestantes, que está asociada con la tradición de las ‘iglesias libres’. Las iglesias libres son comunidades autónomas e independientes del Estado, es decir, no son iglesias territoriales o establecidas. La mayoría de estas instituciones eclesiásticas provinieron de Europa, se organizaron o emergieron en Estados Unidos, y llegaron a América Latina a través de la obra misionera. Tan influyentes son estas denominaciones, que ‘evangélico’ es hoy prácticamente sinónimo de ‘protestante’ en América Latina” (Protestantismo en América Latina ayer, hoy y mañana, Editorial Caribe, Miami, 1997, p. 43).
Sólo cabe subrayar que, coincidiendo con los cuatro principios clásicos del protestantismo, que ya anteriormente referimos, los evangélicos los presentan y adicionan con los siguientes componentes:
1) Un enfoque, tanto devocional como teológico, en la persona de Jesucristo, especialmente en el significado salvífico de su muerte en la cruz. 2) La identificación de la Biblia como la autoridad final en materia de espiritualidad, doctrina y ética. 3) Un énfasis en la conversión o un “nuevo nacimiento” como experiencia religiosa que produce cambio en la vida. 4) Una preocupación por compartir la fe con otros (fuerte acento en misiones), especialmente a través de la evangelización. A la luz de lo anterior cabe, entonces, decir que todo evangélico es protestante, pero no todo protestante es evangélico.
En la segunda mitad del siglo XIX se consolidan pequeños núcleos protestantes en distintos países de América Latina. Se reproducen con muchas dificultades; sin embargo, conforman, sobre todo en las capitales de las naciones más grandes, agrupaciones que transmiten un fuerte sentido de identidad minoritaria en un contexto que les negaba participación alguna en la construcción de la sociedad.
En 1900 existían cerca de 50 mil protestantes en toda Latinoamérica; un millón en 1930, 5 millones 20 años después, 10 millones en 1960, 20 millones en 1970, 50 millones una década más tarde. Se calculaba que en el año 2000 los protestantes/evangélicos rondaban los 100 millones. Hoy, cerca de finalizar la primera década del siglo XXI, Latinoamérica y el Caribe se aproximan a los 600 millones de pobladores, 20 por ciento de los cuales serían evangélicos.
Al igual que como fueron percibidos inicialmente por otros protestantes y/o evangélicos en Europa y Estados Unidos, los pentecostales en América Latina han pasado de ser considerados ajenos, y hasta contrarios, a la familia protestante para transformarse en la principal vertiente de la misma. Pero no nada más son reconocidos como integrantes del amplio abanico protestante/evangélico del continente, sino que han filtrado algunos de sus énfasis al conjunto del protestantismo latinoamericano. De tal manera, los pentecostales están reconfigurando los distintos rostros evangélicos que conviven en América Latina, para forjar un paradigma que va, como bien es señalado por Bernardo Campos, de La Reforma protestante a la pentecostalidad de la Iglesia (en el libro de mismo título, Ediciones CLAI, Quito Ecuador, 1997).
Entre 60 y 75 por ciento de los protestantes latinoamericanos son pentecostales. Esa realidad ha sido puesta en una nueva perspectiva por el estudioso del pentecostalismo Donald W. Dayton, al considerar que: “Los evangélicos deben considerarse como un subgrupo de los pentecostales, en vez de a la inversa”.
Hay que aquilatar esta realidad con todas sus fuerzas, sin dejar de sopesar sus debilidades. Pero es innegable que el protestantismo se ha latinoamericanizado, y con ello ha naturalizado una presencia antes vista como exótica.