NOTICIACRISTIANA.COM- En muchas iglesias estadounidenses se ha arraigado una idea profundamente errónea: que si una persona sigue a Dios y vive conforme a sus caminos, le irá bien en la vida.
En contraste, quienes enfrentan problemas físicos, mentales o emocionales serían, supuestamente, castigados por el Señor debido a su desobediencia o falta de fe. Esta visión distorsionada no solo contradice las Escrituras, sino que también carga a los creyentes con una culpa injustificada cuando sufren.
Una de las principales responsables de esta perspectiva es la enseñanza conocida como el «evangelio de la prosperidad». Esta falsa doctrina proclama que Dios recompensa la fe con salud, riqueza y éxito, y que la falta de estos beneficios revela una vida alejada de Dios.
No obstante, si los creyentes examinaran detenidamente la Biblia, verían que está llena de ejemplos de personas malvadas que prosperan y personas justas que sufren.
El salmista Asaf expresó esta confusión al observar la vida de los impíos: “No tienen problemas; sus cuerpos están sanos y fuertes… Así son los malvados: siempre libres de preocupaciones, siguen acumulando riquezas” (Salmo 73:4-5, 12).
Asaf no fue el único. Jeremías también preguntó: “¿Por qué tienen éxito los impíos?” (Jeremías 12:1-2). David describió al malvado floreciendo “como un árbol frondoso” (Salmo 37:35), y Eclesiastés reconoció que a menudo los impíos reciben lo que merecen los justos (Eclesiastés 8:14). Estos pasajes revelan una verdad contundente: en este mundo, la justicia muchas veces parece ausente.
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Pero, ¿por qué permite Dios esta aparente injusticia?
La respuesta comienza en el principio. Cuando Adán y Eva pecaron, no solo rompieron su comunión con Dios, sino que introdujeron el pecado en toda la creación (Génesis 3:12-19).
Desde entonces, vivimos en un mundo caído, plagado por el sufrimiento, la muerte y la injusticia. Aun cuando una persona pone su fe en Cristo, los efectos del pecado siguen presentes. Las enfermedades, catástrofes naturales, la opresión y la muerte no desaparecen con la fe.
Además, la Biblia deja claro que el mundo opera bajo un sistema que se opone a Dios. Este sistema está influenciado por «el príncipe de la potestad del aire», es decir, Satanás (Efesios 2:2).
En la tentación de Jesús, el diablo le ofreció todos los reinos del mundo, revelando que tiene una influencia real (Mateo 4:8-9). Aunque Dios es el Soberano Supremo, permite por ahora que Satanás y sus huestes tengan una participación activa en el mundo, promoviendo el mal y la rebelión.
Este dominio espiritual se extiende incluso a las estructuras de poder. En Daniel 10:13, se relata cómo un ángel fue retenido por el «príncipe del reino de Persia», lo que muestra que detrás de muchos eventos y líderes corruptos pueden existir fuerzas espirituales malignas.
El apóstol Pablo advirtió que nuestra lucha no es contra seres humanos, sino contra «principados, autoridades y huestes espirituales de maldad» (Efesios 6:12).
Entonces, no es de extrañar que los malvados prosperen en este sistema. Se aprovechan del pecado del mundo para enriquecerse, ganar poder y vivir con aparente seguridad. Esto no significa que todos los exitosos son malvados, pero sí que muchos han construido su éxito a costa del sufrimiento ajeno.
No obstante, la Biblia también es clara respecto al final de esta historia: el triunfo de los malvados no es eterno.
Asaf, al entrar en el santuario de Dios, entendió el destino final de los impíos: “Ciertamente los pones en resbaladeros; los arrojas a la ruina” (Salmo 73:18). El castigo de los malvados está asegurado. Jesús mismo enseñó esta verdad en la parábola del hombre rico y Lázaro (Lucas 16:19-31), donde el rico, que vivió en abundancia, terminó en tormento eterno, mientras que Lázaro, que sufrió en vida, fue consolado.
Santiago también advierte: “Su oro y su plata están corroídos… Los salarios que no pagaron claman contra ustedes” (Santiago 5:3-4). Nada se escapa al juicio de Dios. Cada injusticia será rectificada.
Mientras tanto, los creyentes no deben desesperar. El llamado es a perseverar en medio del sufrimiento, confiando en que el Señor hará justicia a su tiempo (Santiago 5:7-9). Debemos orar por quienes nos hacen daño, como lo hizo Jesús en la cruz (Lucas 23:34), reconociendo que todos, justos e injustos, necesitamos la gracia de Dios.
La promesa del evangelio no es éxito terrenal, sino vida eterna. La esperanza del creyente no radica en este mundo, sino en el Reino venidero, donde Cristo reinará con justicia y verdad para siempre.
Artículo por: Christianity.com.
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