JERUSALÉN (NOTICIACRISTIANA.COM) .- Desde los albores del reino de Israel hasta los oscuros días del cautiverio, la historia bíblica se ve marcada por una serie de coronas que brillaron… y luego cayeron.
Reyes ungidos por profetas, elegidos por el pueblo o nacidos en linajes reales, todos enfrentaron una misma encrucijada: obedecer a Dios o sucumbir al poder, la codicia y la idolatría. Este reportaje es una travesía a través del tiempo sagrado, una narrativa que retrata el ascenso y la caída de los reyes que perdieron el favor del Altísimo.
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I. Saúl: el primer caído
Fue el primer rey de Israel, un hombre alto, valiente y elegido por Dios. Saúl comenzó su reinado con humildad, guiado por el profeta Samuel y respaldado por el pueblo. Pero su corazón pronto se desvió.
Su caída comenzó con desobediencia. Cuando el mandato divino fue claro—destruir por completo a Amalec—Saúl obedeció a medias. Perdón a Agag, el rey enemigo, y preservó lo mejor del botín. Entonces, Dios declaró a Samuel:
“Me pesa haber puesto por rey a Saúl, porque se ha apartado de mí y no ha cumplido mis palabras” (1 Samuel 15:11).
Aquel día, el espíritu de Dios se apartó de él. Su reinado se volvió tormentoso, perseguido por celos, envidia y el vacío espiritual. Murió trágicamente en el campo de batalla, sin honor, sin gloria.

II. Salomón: el sabio que olvidó al Sabio
Nadie tuvo un comienzo más glorioso que Salomón. Hijo de David, heredero del trono y constructor del templo, fue el hombre más sabio que ha existido. Dios le dio riqueza, paz y una sabiduría que asombró al mundo antiguo.
Pero con el paso del tiempo, Salomón se desvió:
“Y cuando Salomón era ya viejo, sus mujeres inclinaron su corazón tras dioses ajenos” (1 Reyes 11:4).
El mismo que oró por sabiduría cayó ante la idolatría, edificando altares a Astoret, Milcom y Quemos. Dios, en su justicia, decidió dividir el reino tras su muerte. De su linaje vendría la ruina del norte y el quebranto del sur.

III. Jeroboam: el innovador hereje
Jeroboam no heredó el trono; lo usurpó. Fue el primer rey del reino del norte, Israel, luego del cisma. Temiendo que el pueblo regresara a Judá para adorar en Jerusalén, creó su propio sistema de adoración.
Mandó hacer dos becerros de oro, uno en Bet-el y otro en Dan, y dijo:
“He aquí tus dioses, oh Israel, que te hicieron subir de la tierra de Egipto” (1 Reyes 12:28).
Así instauró una religión alterna, sacerdotes no levitas y fiestas humanas. Su nombre quedó grabado para siempre como “Jeroboam hijo de Nabat, el que hizo pecar a Israel”. Ningún rey del norte logró romper ese legado de rebelión.

IV. Acab y Jezabel: la oscuridad hecha corona
Acab reinó con poder y prosperidad, pero no con justicia. Su pecado fue más allá de la idolatría: institucionalizó el culto a Baal, persiguió profetas y permitió que su esposa, Jezabel, sembrara terror y sangre por todo Israel.
La Escritura lo retrata así:
“A la verdad ninguno fue como Acab, que se vendió para hacer lo malo ante los ojos de Jehová” (1 Reyes 21:25).
Elías lo confrontó, y el juicio fue anunciado. Aunque Acab se humilló brevemente, su linaje no escapó a la sentencia divina. Su muerte en batalla, por una flecha “al azar”, fue símbolo del fin de su tiempo.

V. Manasés: el rey que profanó el templo
En Judá, Manasés gobernó por más de 50 años. Fue uno de los reyes más longevos… y más perversos. Llenó Jerusalén de altares paganos, introdujo la astrología, y hasta ofreció a su hijo en sacrificio de fuego.
“Hizo lo malo ante los ojos de Jehová, según las abominaciones de las naciones” (2 Reyes 21:2).
Dios no lo perdonó del todo. Aunque Manasés se arrepintió en Babilonia, el daño espiritual estaba hecho. Su reinado dejó una sombra tan profunda que Dios decretó: “No perdonaré más”.

VI. Joacim, Sedequías y la última rebelión
En los días finales del reino de Judá, reyes como Joacim y Sedequías gobernaron con dureza, corrupción y desprecio por los profetas. Jeremías clamaba, pero ellos callaban su voz. Confiaron en alianzas humanas y no en Dios.
Sedequías fue el último. Se rebeló contra Babilonia, desoyendo a Dios. El resultado: Jerusalén fue destruida, el templo quemado y los muros derribados.
“Hasta que no hubo remedio” (2 Crónicas 36:16).
Sus hijos fueron degollados ante sus ojos, y luego le sacaron los suyos. Así terminó el linaje real de David… por un tiempo.

Cuando el Rey verdadero llegó
Aunque muchas coronas cayeron, una promesa brillaba: el trono de David no sería apagado para siempre. Años después, en una pequeña aldea llamada Belén, nació un descendiente de David: Jesús, el Cristo. Un rey sin pecado, sin corrupción, sin caída.
Donde Saúl falló por orgullo, Jesús venció con humildad.
Donde Salomón se extravió por amor a mujeres, Jesús se mantuvo puro.
Donde Acab vendió su alma, Jesús la entregó por amor.
Los reyes que cayeron son advertencia viva: la desobediencia trae ruina, la idolatría corrompe el corazón, y el poder sin temor de Dios conduce a la caída. Pero también son un telón que se abre al gran Rey, el que reina no desde un trono de oro, sino desde una cruz de madera.
Las coronas de este mundo se oxidan. Solo la corona del sacrificio en la cruz trajo salvación.
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