Nadie ha sido ajeno al escándalo en el que las iglesias evangélicas están envueltas hoy por hoy en Chile, y que tiene su origen en una investigación reservada por la Fiscalía de Delitos de Alta Complejidad contra el Obispo de la Primera Iglesia Metodista Pentecostal (Jotabeche), Eduardo Durán Castro, por el abultado y rápido crecimiento de su patrimonio personal, donde se dio a conocer que él confesó que recibe al menos treinta millones de pesos mensuales por el (solo) concepto de diezmo (Matus, 2018).
Dicho escándalo tiene el efecto de ser demasiado amplio y demasiado acotado a la vez. Amplio por cuanto no es la realidad ni de todas las denominaciones evangélicas ni de todos los pastores en Chile que muchas veces pasan grandes penurias y escasez económica, generando un triste prejuicio en la opinión pública, y acotado porque el Obispo Durán no es el único que está en esa condición, pues existen otros pastores y obispos del pentecostalismo tanto autóctono como de exportación (incluído el neopentecostalismo y otras variantes como la Iglesia Universal del Reino de Dios “Pare de Sufrir”[ii]) cuyos líderes también cuentan con antecedentes de enriquecimiento desproporcional .
Es decir, si bien no es una cosa general, tampoco él es el único que se encuentra en esta estructura, sino varios otros líderes dentro del pentecostalismo. Aunque en este artículo me dedicaré solamente al pentecostalismo autóctono chileno, esto es, el pentecostalismo iniciado por el avivamiento de 1909, al alero del pastor estadounidense y de origen metodista Willis C. Hoover, y que podemos intentar calificar de manera muy amplia dentro de esas iglesias que tienen la costumbre de “dar tres glorias a Dios” en sus cultos (Lagos Schuffeneger, 2009, pág. 91).
En ese sentido me referiré de forma indistinta a dichas iglesias, especialmente a las tres Metodistas Pentecostales (IMP), que por diversas razones se dividieron con posterioridad a la muerte del carismático y controvertido obispo Javier Vásquez Valencia: la IMP pública, la IMP privada, y la IMP de calle Jotabeche.
El obispo Durán ha evitado responder sobre la justificación ética, doctrinal y teológica para que él como pastor de una iglesia gane un sueldo anual de al menos 360 millones de pesos, es decir, alrededor de 544.860 dólares, que es 104 veces el sueldo mínimo, y bastante más que el sueldo del presidente de Estados Unidos, que gana 400.000 dólares como mandatario del país más rico del mundo (BBC News, 2018), o más que el Presidente Ejecutivo de Codelco, la cuprífera estatal más grande del mundo y que gana $313.382.576 anuales[iii] (piénsese que Codelco produjo ganancias en 2017 por MMUS$ 2.885[iv]).
De hecho, el obispo Durán gana más que el promedio de los gerentes generales de empresas que facturan por encima de 100 millones de dólares, que en Chile alcanzó en 2018 los $176.400.000 anuales de sueldo para cada gerente (EMOL, 2018).
Durán se ha refugiado diciendo -por medio de un vídeo subido en redes sociales- que todo esto se trata de una simple persecución por el evangelio “originada en su posición valórica”.
Evidentemente, la situación está lejos de ser así, pues la razón del cuestionamiento tiene que ver con algo mucho más esencial y es que para ser una voz política, que es lo que él ha intentado hacer vía activismo “valórico” [v], para ser precisamente una “voz moral”, se requiere tener moral, en lenguaje del evangelio.
Si uno quiere hablar de la paja en el ojo ajeno, debe mirar su viga (Lucas 6:42). Cualquier persona que quiera hacer crítica política y ética debe saber que también se la harán a él, que será escrutado, analizado y estudiado en lo que hace, y si tiene algo reprochable se lo van a hacer ver con mucha fuerza.
Es por esa razón que Durán, aunque no es el único religioso que se enriquece con la iglesia, es el único en el escrutinio y escándalo público por cuanto ha incursionado directamente en política, siendo una de las caras más visibles de la incursión “evangélica-conservadora” en esta área, especialmente durante la reciente elección presidencial y legislativa de 2017 (Mansilla, Orellana, & Panotto, 2019, pág. 195), y es la razón por la cual no todos los religiosos que hacen política como él están bajo ese ataque: porque los demás no tienen esa debilidad manifiesta contraria a los valores del quehacer democrático (y cristiano, por cierto), como es generar un abultadísimo e injustificado patrimonio producto de su trabajo como religioso.
Durán no es el único religioso que tiene una posición valórica conservadora y que cuenta con cobertura mediática (existen otros como el obispo anglicano Alfred Cooper, por ejemplo) Si las cosas fueran como Durán afirma, todos estarían bajo ataques calumniosos. Pero solo él está bajo la lupa, pues es él quien posee esta falencia de un patrimonio extrañamente enorme para un religioso y que ha confirmado con la revelación de su sueldo, lo que ya no es una acusación, sino un hecho admitido.
Es decir, si cualquier otro religioso con activismo político tuviera esa debilidad o el mismo tuviera cualquier otra debilidad, se la harían ver, porque las reglas de la política democrática implican sujetarse a sus supuestos: probidad, transparencia, servicio, intachabilidad, responsabilidad (accountability). La crítica ética y moral es consustancial a la política, de manera que no importa si la revelación de una falta ética tiene como propósito deslegitimar al adversario -esa es una obviedad en política-. Lo que importa es que dicha falta ética sea real y que el atacado pueda desmentirla.
En este caso, Durán no ha dado una explicación del sentido moral y cristiano de ganar 30 millones mensuales como religioso a costa de donaciones de gente humilde, y, por lo tanto, su respuesta es no solo impopular sino insuficiente.
Ahora bien, fuera de ese análisis y de lo mucho que podría hacer el Estado para hacer cumplir la “ley de culto” que prohíbe que las personas jurídicas religiosas tengan fines de lucro (artículo 9 ley 19.638), además de establecer un marco regulatorio con elementos mínimos de probidad y transparencia, cabe preguntarse algunas cosas orientadas hacia el asunto eclesiástico: ¿cuál es la estructura eclesiástica que permite esta situación? ¿Cuáles son los efectos eclesiales de esta situación? ¿Cómo es que llegamos a ese estado de cosas? ¿Por qué hay congregaciones que lo siguen permitiendo? ¿Qué podríamos hacer desde dentro de las iglesias para terminar con situaciones así?
¿CUÁL ES LA ESTRUCTURA ECLESIÁSTICA QUE PERMITE ESTA SITUACIÓN?
La estructura con la que funcionan las iglesias como la de Durán es muy sencilla: a diferencia de la mayoría de las denominaciones protestantes y evangélicas clásicas (luteranos, anglicanos, presbiterianos, metodistas, bautistas, aliancistas, asambleístas, entre otras), en estas iglesias no existe sueldo fijo y razonado para el pastor, sino que se fija explícitamente que él vivirá de la totalidad de los diezmos (sean muchos o pocos). Pero no es solo eso: la administración de todos los dineros y de los bienes están entregados por estatuto y por costumbre en forma exclusiva al pastor en la iglesia local. Es él quien determina qué se hace con ellos y qué no, y nadie tiene control, auditoría o cuenta que pedir a dicho ministro. No existe tampoco la obligación de dar transparencia a los bienes y dineros que la iglesia tanto local como a nivel corporativo adquiere o administra, ni una limitación sobre en qué pueden usarse o gastarse.
Así, los pastores no solo no tienen preestablecido un sueldo fijo que sea proporcional y justo para su trabajo, estableciendo la totalidad de los diezmos (cuestión variable) como aquellos destinados a su mantenimiento, sino que además son ellos quienes tienen la administración de las ofrendas y todos los otros bienes. A eso debe sumarse que muchos hermanos, empujados y alentados por las autoridades intermedias y sus predicaciones, dan además regalos, primicias de la producción (como las del Libro de Levítico de la Biblia, y ofrendas especiales de cumpleaños a los pastores, lo que aumenta los bienes a su entera disposición.
Todo esto significa que el hecho de que los hermanos diezmen o no, tampoco es relevante para la posibilidad de enriquecimiento que se tiene, pues basta con que ofrenden para que dicho dinero pase directamente a la libre disposición del pastor. Por eso muchas veces dirán “en realidad los que diezman son una minoría”, y razón tienen o pueden tener (diezmar en todo caso es requisito para alcanzar puestos de autoridad). Sin embargo, esto no perjudica al sistema, sino que solamente disminuye el ingreso potencial, pues los que no diezman sí suelen ofrendar dinero e incluso ofrendan trabajo para conseguir dinero (ventas de comida, por ejemplo), lo que no es poco. Es más, cuando la iglesia alcanza un tamaño considerable, el capital se hace elevado por acumulación, siendo indiferente si la gente da o no un porcentaje elevado de sus recursos, con tal que den dinero o trabajen para conseguirlo.
El pastor puede usar y disponer de todo, puede contratar a quien quiera sin dar cuenta alguna, incluso y muchas veces contrata a miembros de su familia fijando sueldos a discreción sin que existan reparos. Los tesoreros no son personas que tengan la responsabilidad de auditar el dinero; solamente cuentan, entregan y pagan recibiendo órdenes. Son personas de confianza del pastor, nombradas por él, pero sin voz sobre asuntos financieros. Los pastores bajo este sistema normalmente nombrarán a algún familiar cercano para ese cargo, sea hijo, yerno, hermano, o pariente, quien vigilará este asunto. Es por eso que en la práctica no existirá diferencia contable entre el pastor y su familia y la iglesia, son una extensión de una misma cosa.
¿CUÁLES SON LOS EFECTOS ECLESIALES DE ESTA SITUACIÓN?
Toda esta situación implica un efecto sencillo a nivel general y que define -a mi juicio- toda la estructura, problemas y debilidades de las iglesias pentecostales autóctonas actuales: el ingreso del pastor es directamente proporcional al tamaño de la iglesia, si la iglesia es grande y/o crece, el pastor estará económicamente bien (o grotescamente bien) Si es pequeña, no crece o disminuye su crecimiento, no dará sustento y/o registrará “pérdidas”. Así como el bono por venta de un vendedor de seguros, el crecimiento numérico de las iglesias pentecostales se mercantiliza, haciendo de sus miembros una verdadera mercadería o capital a acumular, una especie de incentivo productivo a nivel religioso/proselitista.
Esto deviene en muchos efectos derivados que suelen observarse en mayor o menor medida dentro de estas iglesias, aunque obviamente tiene variantes[vi]:
EN PRIMER LUGAR, implicará que dentro de una misma denominación habrá pastores de iglesias pequeñas que pasarán grandes penas económicas, y habrá otros que podrán ganar más que el Presidente de un país. Serán “pymes” y “transnacionales” dentro de una misma persona jurídica, y salvo la mera buena voluntad de un pastor “masivo” que ayude al pequeño, no habrá cobertura institucional para él y su trabajo. Así, la condición económica de pastores de una misma denominación pentecostal con esta estructura puede ser extraordinariamente dispar y en sí injusta considerando que hay igual trabajo, incluso muchas veces hay más trabajo en el pastor pequeño por estar comenzando. Es la legitimación estructural de la desigualdad social entre ministros.
EL SEGUNDO efecto es la acumulación numérica. Las iglesias bajo esta estructura no solo no ponen límite a su crecimiento local hasta transformarse en “mega iglesias” sino que acumulan en torno a un solo pastorado un buen número de “locales” o “clases” repartidas en su zona geográfica, y en lo posible más allá. Aunque dichos locales o clases sean ya lo suficientemente grandes, incluso tan grandes como para requerir de nuevos pastores, el pastor principal se negará a dicho pedido, pues significará una pérdida notable en sus entradas económicas. La negativa será constante pues los “locales y clases” están “gravados” con cuotas y metas económicas, muchas veces bastante altas, de forma tal que éstas cargarán con la iglesia central más grande y no al revés.
EL TERCER EFECTO es la notable calidad cismática de esas iglesias cuando son grandes en número, pues con tal de adquirir o no perder la calidad de pastor u obispo dentro de una iglesia grande, el cisma se produce constantemente, pues dicha posición es muy codiciada mientras la posición de pastor de iglesia pequeña o naciente no lo es. A la muerte de un pastor u obispo, la iglesia se dividirá, porque muchos se pelearán el capital religioso; en términos fríos y duros, la cartera de clientes. Asimismo, la crítica al rebelde a la autoridad o a quien pudiera generar un cisma es constante, representada como una verdadera maldición, aunque muchas veces se ocultará que la mayoría de las iglesias pentecostales nacieron de un cisma y de una rebelión del líder (Lalive d’Epinay, 2009, pág. 142) que ahora demanda sumisión y no rebelión, so pena del castigo divino. Asimismo, se sancionará duramente la “militancia” en organizaciones religiosas que no sean la propia, y se satanizará duramente al que se cambia de iglesia con toda clase de maldiciones espirituales, lo que permite asegurar el capital económico-religioso.
EL CUARTO EFECTO de la confusión entre la iglesia y la familia pastoral es que, con el fin de mantener la fuente de ingreso familiar, el pastor hará lo posible por asegurarse que la calidad de pastor quede radicada en alguno de sus hijos o yernos (Mansilla M. Á., 2016, pág. 384). Siempre los mantendrá cerca de sí como autoridades, y llegado en el momento les dará el cargo de Primer Oficial o primer ayudante, ubicándolos en la condición sociorreligiosa de ser llamados sucesores. Este estatus especial y superior que se otorga a la familia pastoral ayudará mucho de cara a la congregación.
EL QUINTO EFECTO es que habrá un énfasis central y casi único en el crecimiento numérico y de infraestructura: el primero para no perder sino aumentar las entradas, el segundo para reforzar el primero y justificar la demanda económica de la iglesia. Su rendición de cuentas, carente de detalles contables, será simplemente la visible presencia de nuevos y más grandes templos, lo que tranquiliazará a los fieles sobre esto, pero que en todo caso son construidos con donativos adicionales a los normales y con la fuerte presencia de mano de obra voluntaria de la propia congregación. La construcción y ampliación de edificaciones se transforma así en un fin único, y no en un medio, pues una vez que se termina una construcción o ampliación se empezará otra. Incluso a pesar de si por ello se adquiere deuda, pues en este contexto eclesial, mercantilizado y no transparente, eso puede ser una simple inversión a plazo recuperable.
Se descartará así cualquier otra prioridad: tener un seminario y hacerlo requisito para ser pastor o abrirlo al diaconado, poner énfasis serio en la teología e historia de la iglesia e identidad denominacional, crear colegios, tener fundaciones, realizar obra social y de misericordia en forma permanente, institucional y sistemática de acuerdo al evangelio. Todo ello se descarta o se minimiza, mutilando la labor y misión hacia la “sola alma” (que es un número que se integra a la iglesia y aporta) y no sobre la “calidad de vida de dicha alma” y sus inquietantes y profundas dudas espirituales. Crecer en número es lo importante; ya habrá tiempo para lo demás, que rara vez llega. El fervor evangelístico nace desde la autoridad y se mantiene constante, para bien de la difusión de un mensaje que se cree salvífico y justificado por ello, pero también por la mercantilidad del crecimiento en su estructura eclesiastica. El “buen” incentivo que hay en la relación miembro/dinero personal pastoral disponible.
Evidentemente dicha mutilación teológica y práctica de la misión eclesiástica, sumada a la mercantilidad del crecimiento y el énfasis en la “sola alma” directamente vinculado a todo lo anterior, también incide en sus intereses políticos, siendo una de las tantas razones por las cuales en estas iglesias casi no hay preocupación política por las condiciones materiales de existencia de la gente tanto dentro como fuera de la comunidad de fe, haciendo de sus preocupaciones en materia de ideología-política básicamente la libertad de poder seguir predicando ese evangelio (bastando que sea en ese estado de mutilación, es decir, la propia fe y no la de los demás), y la negación de la libertad civil de terceros de practicar y difundir cualquier forma de vida que pueda ser incompatible a la conversión y amenazar por ende la participación (rentable en el fondo) dentro de la organización eclesiástica: las libertades de las minorías sexuales (que “no pueden” ser a la vez parte de su religión), el ateísmo o cualquier ideología explícitamente atea, el mal llamado “paganismo” (religiones consideradas satánicas por ser indígenas o no occidentales), la eutanasia y la legalización de la marihuana, olvidando de forma natural y espontánea el agregar a su pensamiento y preocupación política la expresión de los valores cristianos de justicia, solidaridad, fraternidad, igualdad, o cuidado de la creación, e incluso callando si llega a producirse restricciones o atentados en contra de personas que son parte de dichas cosmovisiones consideradas incompatibles (Mansilla & Orellana, Evangélicos y Política en Chile. Política, apoliticismo, y antipolítica, 2019).
El único valor político pasa a ser la posibilidad de conversión a su religión, traducida en libertad para predicar su fe (no una preocupación por la generalidad de la libertad religiosa sino solo la propia) y la negación –incluso total- de las otras cosmovisiones o formas de vida con las que “se compite”, lo que es el resultado directo e imperceptible de esta reducción de la integralidad de la misión basada en la centralidad del crecimiento numérico, cuyo origen es por una parte el fervor misionero, pero a la vez la mercantilidad del crecimiento que lo atrofia al máximo. El pensamiento conservador se hace una obviedad, pues éste es -en el fondo- la negativa a perder miembros o crecimiento, perder poder en otras palabras, negando por ende a los otros, no pudiendo mirarlos como iguales o legítimos.
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Por Esteban Quiroz González: Abogado por la Universidad de Chile, ex miembro y profesor de la Iglesia Metodista Pentecostal de Chile (pública) en Maipú. Actualmente miembro probando de la Iglesia Metodista de Chile.