Canción ganadora de American Idol fue compuesta por un compositor y pastor cristiano

Antenoche la diva Jordin Brianna Sparks ganó la séptima edición del concurso televisivo American Idol. Jordin, una mulata de Staten Island, New York, nacida el 22 de diciembre de 1989, encarna espléndidamente la imagen de la jovencísima América: una América cruzada de blanco y negro y rojo y amarillo; una América mestiza que poco a poco se pone al día con el resto del continente, con el sur, con el Caribe. Y con el mundo.

Jordin Sparks fue coronada la reina de American Idol. Jordin cerró el show con la interpretación de This is my Now, una canción escrita por el compositor cristiano Scott Krippayne en colaboración con Jeff Peabody, un pastor de la iglesia New Day. El pegajoso estribillo –that was then, this is my now: eso fue antes, este es mi ahora– resume perfectamente el espíritu de una época del real time. Quizás los futuros terrícolas recuerden la séptima temporada de American Idol como el evento que divide el pasado moroso de la actualidad absoluta: una utopía realizada. Una utopía en la que cada cual creó su propio espacio, su propio tubo, su propio mundo, su propio libro, su propio avatar y su propio programa. Una hiperdemocracia representativa en la que cada cual es el dueño de su propio ahora.

La competencia, retransmitida en cien países del globo y vista en la noche del cierre por un promedio de 43 millones de telespectadores, busca el mejor vocalista de entre decenas de miles de aspirantes a lo largo y ancho del país. Simon Cowell, el mercurial productor y jurado inflexible del popular programa, no se cansa de repetirlo: »¡Señores, esto es un concurso de canto!» Pero todos sabemos que se trata de mucho más que de un simple concurso de canto. Cada temporada American Idol toma la temperatura de la nación en una amplísima variedad de temas. El show arroja datos frescos en materia de vestuarios y peinados, de rarezas de estilos urbanos, de gustos musicales, de tendencias artísticas, políticas y sociales. Los no tan jóvenes echamos una ojeada curiosa por el huequito de la pantalla para enterarnos de lo que está pasando en el universo de la eterna juventud.

Así hemos visto el fenómeno Sanjaya tomar cuerpo y elevarse a la cima de los ratings a pesar de tratarse del peor dotado de los concursantes. Así adoramos a la desafinada Antonella Barba, bella entre todas las plebeyas. Así aplaudimos el regreso de los que fallaron escandalosamente, de los rechazados y hasta de los fenómenos de circo. Premiamos a los perdedores porque nuestra insaciable curiosidad quiere obsequiar una estatuilla a quien se atreva a mostrarse tal y como es. Y antenoche supimos que American Idol no es más que una encantadora farsa: que tan parte de la ilusión eran la Big Bird Lady y el Niño-Lemur como Paula o Randy o Melinda o Blake.

De cierta manera, al convocar multitudes en un coro, o en una causa –este año el programa recaudó más de $60 millones para la campaña Idol Gives Back– American Idol nos convierte también, automáticamente, en la aldea global de que hablara McLuhan. Algunos comentaristas ya hablan de un WelfareTV, un nuevo concepto de gobernabilidad, de estadidad. Si el electroproletariado corre a los teléfonos para emitir su voto múltiple, directo y anónimo, ¿por qué no sucede lo mismo en las elecciones de noviembre? American Idol, con su sencillez ilusoria y su mensaje de paz en la tierra y armonía entre los chicos y chicas de buena voz, ha introducido la duda en el Sistema, y una añoranza política de inmediatez radical.

El Nuevo Herald

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